
EDITORIAL
Imagínese. Es sábado por la tarde y se encuentra paseando tranquilamente –es un decir– por un centro comercial. Como lleva usted el bluetooth de su móvil conectado, los establecimientos circundantes le envían todo tipo de información sobre las ofertas que va a encontrar en el interior de cada uno de ellos, le ofrecen también la posibilidad de descargarse la sintonía corporativa de la marca más cool del lineal y además, como quieren que usted sea un “elemento activo”, tal vez para asegurarse de que hay alguien al otro lado después del dineral que han invertido en la implementación de tan novedosa tecnología, le invitan a contestar un par de preguntas a cambio de entrar en un sorteo. ¿Qué haría usted ante tal bombardeo de información, sugerencias, descargas e invitaciones…? Supongo que lo mismo que yo: desconectar su terminal.
Acaba de celebrarse en Barcelona la cuarta edición del Internet Global Congress. Allí se da cita todos los años un tupido racimo de enamorados de las nuevas tecnologías, tecnooptimistas a los que les encanta fabular sobre el futuro. Están tan entusiasmados con sus investigaciones y/o negocios, que con cada tecnología que despunta vaticinan un antes y un después en la sociedad y entran en un verdadero estado de éxtasis al describir toda suerte de situaciones y posibilidades de uso, la mayoría francamente curiosas, insólitas y hasta extravagantes, para demostrar la trascendencia de cada una de ellas, juntas o por separado, para el progreso de la humanidad…
Les pondré un par de ejemplos: el grupo de los que venían con la televisión móvil bajo el brazo explicaba con fervor cómo en poco tiempo la imagen de usuarios sentados cómodamente en el aeropuerto esperando su vuelo mientras ven una película en su móvil será algo habitual. Pero, ¿de veras alguien piensa que el común de los mortales se tirará dos horas mirando una pantalla de dos pulgadas y pico para ver una película de la que puede disfrutar en cualquier otro momento en el home cinema de su salón?
También oí decir que el móvil evolucionaría hacia un concepto de “mando a distancia integral”, erigiéndose en gestor de contenidos del PC y a través del cual podremos mover nuestros archivos de aquí para allá. “Por ejemplo –decían–, mientras esperas el autobús, te conectarás a través del móvil con el PC de tu casa, al que previamente habrás instalado la correspondiente tarjeta de comunicación, y le ordenarás que mande las fotos de tu último viaje a la máquina de tu cuñado con el que has quedado esa noche para cenar…” ¿No les parece demasiado rebuscado? Seamos realistas, quienes están en ese estadio de utilización de la tecnología tienen sus fotos colgadas en un álbum de internet. Por cierto, dado que la originalidad de los ejemplos de momentos de uso de la comunicación móvil brilla por su ausencia y éstos hacen exclusiva y reiterada referencia a los tiempos de espera de transportes públicos y privados, se me ocurre una pregunta tonta: ¿debemos deducir que la optimización de la puntualidad de los transportes acabará con la televisión móvil o con ese supuesto mando a distancia integral de nuestra vida digital?
Hablando en serio, se trata de aprender a separar el trigo de la paja y de desechar sin contemplaciones aquello que no aporte verdadero valor, esto es, que facilite y simplifique la comunicación entre las personas –o entre las personas y las máquinas, o de las máquinas entre ellas…– porque la gama de posibilidades que se abre en el horizonte es prácticamente infinita, y que algo sea posible no quiere decir que llevado a la práctica sea útil. Así que, en la era de la elección permanente, no sólo es un reto para el consumidor escoger el aparato y la tecnología adecuados o para el prescriptor conseguir comunicar todas las posibilidades de uso –más que prestaciones– del producto, también supone un desafío para los desarrolladores de tecnología, que deben coordinar sus criterios con los creadores de servicios, contenidos y estrategia comercial para encontrar el equilibrio entre los usos útiles e interesantes para el consumidor y la rentabilidad de fabricar y suministrar estas tecnologías y servicios.
Afortunadamente, a las sesiones del IGC también acudieron voces pragmáticas, que no pesimistas, que equilibraron la explosión de cibereuforia que suele vivirse en este tipo de convocatorias. Ellos explicaron lo mucho que queda todavía por hacer y las dificultades, hasta el día de hoy insuperables, que entrañan algunos proyectos. Hablaron de la necesidad de trabajar sobre el desarrollo de una nueva red con otros protocolos, pues el acceso a internet desde dispositivos móviles plantea un problema para la identificación digital, por las lagunas de conexión que surgen cuando el dispositivo conectado a la red se desplaza, de modo que, cada vez que hay una pérdida de conexión, el usuario debe volver a identificarse. En materia de buscadores, elemento clave de la red, se ha puesto de manifiesto la necesidad de mejorar en la organización de la información en categorías que sean gestionables. Y el gran reto, desarrollar herramientas que combinen un suministro de contenidos en función del perfil del usuario y la correspondiente oferta publicitaria contextual, con el respeto a la privacidad, a través de sistemas que aprendan a reaccionar en función de las preferencias del consumidor, desarrollando el podcast inteligente, los sistemas de sindicación, etc.
Por cierto, fueron ellos, los pragmáticos, quienes explicaron también que a pesar de la multitud de estrategias y tecnologías que ya se han probado en marketing móvil, se ha demostrado que el SMS es lo más efectivo. Así de simple.
Todos quieren tener y proponer ese elemento tecnológico revolucionario que vire el curso de la historia, pero desengañémonos, son muy pocas las cosas que han cambiado el mundo y éstas casi siempre han llegado a nuestras manos por casualidad. Y es que, las más de las veces, lo sencillo es la mejor elección. Mónica Daluz / pdf